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Y es que el coleccionismo de Grandes Vinos trata de eso en buena medida: de legar a nuestros sucesores el valor del tiempo atesorado en botellas que contienen gran emoción. De padres a hijos. De abuelos a nietos. Se teje una relación de amor que, bajo la calma espera que cobija una bodega, va adquiriendo nuevos matices. 

Créditos: Jackson David. Unsplash.

El tiempo que todo lo moldea

Es una de las cuestiones más fascinantes de los Grandes Vinos: el paso del tiempo los moldea para que nuestros sentidos se deleiten con la máxima expresión posible. Imagine qué se siente al abrir una botella del año en que nació: las sensaciones que ese día recorrieron la espina dorsal de su madre y de su padre han llegado hasta usted también en forma de vino. 

Ese vino, que nació el mismo año que usted, lo tiene ahora entre manos. Y, como usted, ha ido forjando su personalidad. 

Los pocos pero excelsos Grandes Vinos

Pero no, no todos los vinos tienen —digamos— la virtuosidad de sublevar el paso del tiempo. Solo unos pocos lo consiguen: por eso los vinos de colección son tan cotizados. 

Son vinos forjados en los mejores terroirs del mundo —solo el 1% de todo el viñedo mundial—; que han sido producidos sabiendo que su potencial de mejora está a la altura de lo que se espera —las grandes casas, domaines y châteaux de vino, con su excelencia y rigor, velan por ello—; y que se han guardado en las condiciones adecuadas una vez ya están circulando por el mercado.

El paso del tiempo bendecirá el vino que reúna estas características. Y no solo su valor aumentará en todos los sentidos posibles —emocional, económico, organoléptico—: llegado el momento, cuando lo descorche, unirá generaciones, tenderá puentes entre el pasado y el futuro y, lo más importante, auspiciará brindis para celebrar la vida.

Créditos: Louis Latour

Créditos: Laura Fuhrman. Unsplash.